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lunes, 15 de febrero de 2021

Una visita al refectorio.

 

        

Por arte de birlibirloque, nos hemos transportado en el tiempo desde el siglo XXI hasta el siglo XII, y hemos venido a caer en el monasterio benedictino de San Pedro de Villanueva, en Asturias. 

Ha habido suerte, hemos llegado a la hora del fraile, es decir, a la hora de comer. Esta expresión viene de Andalucía y Extremadura porque, misteriosamente, cuando los moradores de los cortijos se preparaban para comer, como por arte de magia aparecía un fraile andariego, que se autoconvidaba a la mesa. Pero hoy estamos en el monasterio, vamos a ver si nos convidan a nosotros.

            Pues parece que ha habido suerte, además, no nos van a "echar de comer aparte", sino que vamos a compartir el refectorio y a comer según las propias reglas de los monjes.
            
             Antes de entrar al recinto, una vez lavadas las manos en el claustro, ya nos han contado que parece ser, que se cuenta, que se dice, que se especula con que este monasterio fue fundado por el mismísimo rey Alfonso I, yerno del legendario don Pelayo, aquel caudillo que corrió a gorrazos a los moros en Covadonga y que los moros no pararon hasta Córdoba, y que allí cerraron con llave para que no entraran sus perseguidores. Vemos que de la fundación alfonsina queda poco, pues el monasterio que disfrutamos es de fábrica reciente. Nosotros mismos comprobamos que no es muy grande, pues en un monasterio de la época lo normal son unos setenta monjes más los servidores (legos o conversos, según prefiramos) y aquí parece que solamente contamos un par de docenas.




El número de monjes no es lo más importante en esta historia, nosotros hemos entrado al refectorio y nos han sentado a la mesa. En realidad, no es una mesa, son unos tableros colocados sobre caballetes delante de un banco corrido de piedra, y frente a cada tablero se acomodan unos diez comensales, presidiendo los grupos el praepositi, es decir, el prior o decano por aquello de que deca significa diez.


Esto de usar tableros facilitará después recogerlo todo, limpiarlos y colgarlos de la pared para mantener el local limpio hasta el siguiente evento gastronómico.

 Nos han sentado al lado de un monje que, aunque la regla es comer en silencio, ha obtenido dispensa para explicarnos un poco la situación en la que nos encontramos. Pongamos que se trata de fray Sylverio, un hombre de pocas palabras, llegado a Asturias huyendo de una razzia moruna por tierras de la Bardulia, lo que hoy es Castilla. Empieza por contarnos que las comidas son dos al día y que hemos tenido suerte de llegar a la hora de vísperas, o sea, las seis de la tarde para entendernos, y que vamos a cenar, y la cena es la comida más importante del monasterio.

Lo primero que vemos es que un monje nos trae "la propensa", es decir, la porción de pan que hubiéramos tenido para todo el día, y que es una pieza como de un kilo. Nos explica el buen Sylverio que el pan es la dieta principal y que los monjes que realizan trabajos físicos pueden tener mayor ración, pero siempre evitando "la crápula", la glotonería, que es pecado y además del grupo de los capitales. Todo esto, ni que decir tiene que nos lo cuenta en susurros, pues en el púlpito está el lector dándonos la paliza con las historias del martirologio romano y la vida de los santos. Perdón, no quise decir la paliza, ni siquiera la charla; Es importante que los monjes conozcan las virtudes de los santos y este parece ser un buen momento para recordarlas. Pero sinceramente lo digo, en nuestra mentalidad de novecientos años después, no entendemos muy bien la fe de nuestros anfitriones.

Se me olvidaba: el refectorio está presidido por el abad. Nos explica Sylverio que la puntualidad es sagrada; al que llega tarde no le valen excusas y recibe "la reprimenda", no hace falta explicar en qué consiste, pero si reincide, lo que recibe es la expulsión del refectorio y el premio es quedarse ese día en ayunas. Que se fastidie, es lo que pensamos mientras esperamos a ver qué nos traen de menú.

Pero quien llega es otro fraile con unas grandes llaves colgando del cinto, quizás las de la cilla, la bodega, deducimos que es el cillerero, y viene con un jarro en cada mano repartiendo vino. Caramba, esto promete.

Nos dice nuestro compañero que, según la Regla, cuando los hermanos están sentados en la mesa, cada uno recibirá una ración de vino puro (Singulos Meros). Al recibirlo hay que presentárselo al abad para que lo bendiga, y luego harán lo mismo los priores en cada mesa. Pues nada, que así lo hacemos. Cogemos nuestro cuenco y se lo presentamos al abad; obtenida su bendición, requerimos la del prior de nuestra mesa, quien amablemente la concede. Cuando nos disponemos ansiosamente a probarlo, nos dice Sylverio que es el mejor vino del monasterio y que nos lo ha servido el bodeguero para que mojemos pan en él a modo de aperitivo, que se moja el pan haciendo una evocación a Dios, y que si lo que queremos es beber, que esperemos, que ahora nos traerán el vino caliente y podremos disponer de cuatro raciones de "caldos quaternas". ¡Vaya plan! ¡Porca miseria! ¡Vino caliente! ¿Para esto hemos viajado en el tiempo? ¿Para beber vino caliente? ¡Ya os daba yo vino de Zamora caliente, a ver cómo acabábais!

Sylverio nos pide calma, que a fin de cuentas hoy habrá carne en la mesa en honor nuestro, pues solo se come esta rara vianda cuando se está enfermo o cuando hay visita, y nosotros somos una visita.

Llega el primer plato: un potaje insulso de nabos y cebolla con garbanzos; en ese momento recordamos que las patatas no llegarán a España hasta tres siglos más tarde. El vino caliente tampoco es un consuelo, recordamos con nostalgia que no es ningún secreto que las mejores bodegas de la época medieval se hallaban en los monasterios, pero aquí nos ha tocado vino caliente y puede que aguado al puro estilo de los romanos, que lo bebían con agua, caliente y especiado.

No está mal, pero no es para nuestro paladar, sinceramente. Pero somos invitados, la educación mínima nos obliga a seguir el refrán que dice que allá donde fueres, haz lo que vieres. A ver si hubiera suerte de pillar a solas al hermano cillerero, que con esa carita sonrosada con la punta de la nariz rojiza parece que tiene pinta de ser un buen catador de caldos a temperatura de bodega, la mejor que existe para el vino. Quizás consigamos una visita guiada.

Tampoco ha habido carne hoy; el cocinero la ha sustituido por salmón del cercano río Sella; está hervido y aderezado con aceite, vinagre y sal, ración abundante y suficiente para no caer en la temible y temida crápula. Sinceramente, se ha esmerado. Nos resulta un plato de sabor exquisito después de haber degustado el potaje garbancero.

En un momento determinado, el hermano cillerero se levanta de su mesa con un jarro en una mano y las llaves de la bodega colgando del cinto, detalle que no se nos escapa, nos obsesiona conseguirlas a toda costa.

Se coloca en medio del refectorio, y dice en voz alta: "Si alguno tiene sed, que no tenga miedo a decirlo." Nuestro buen Sylverio nos hace una seña para que no digamos nada. Ni nos movemos, ya nos ha demostrado que es hombre de buen sentido y merecedor de nuestra confianza.

Tras estas palabras, algunos monjes que parece ser que todavía están sedientos dicen: "benedic", bendice.


Entonces, el de las llaves sirve a los necesitados de bendición un brebaje de agua avinagrada caliente llamada "Pusca calda". Nuestro indispensable Sylverio nos comenta que hoy es agua con vinagre, pero otros días es caldo de hervir bledos mezclado con vinagre, llamado “Cum iota”, y que a los sedientos no les importaba porque el vinagre, a fin de cuentas, es vino agrio. Y saben bien que de un mal vino siempre sale un buen vinagre.

Llega el postre, esto se acaba. Sylverio nos dice que habitualmente son manzanas de los árboles del monasterio, pero que también suelen tomar algunas cosas dulces y pensamos en el chocolate que todavía no ha llegado de América.

 Nos es servido un turrón de almendras regado con un chorrito de vino dulce, pensamos en los que repitieron la pusca calda y nos guiñamos un ojo de complicidad con nuestro benedictino, quien ya nos cae tan simpático que nos dan ganas de invitarle a un café, olvidando que seguimos estando en el siglo XII.

Pero cuidado, que todavía queda el "plato de misericordia". Si alguien quedó con gana puede pedir un poco de queso o unos huevos hervidos, pero en esta ocasión parece como que todo el mundo quedó satisfecho y nadie solicita este resopón.

La cena ha terminado. El abad bendice a sus hermanos y a nosotros también, y da permiso para abandonar el refectorio. Los prefectos hacen lo mismo y los monjes comienzan a desfilar en silencio y en el orden que ya tienen establecido. Según se sale, se va dejando en un cesto que ha sido colocado en una credencia, el pan que ha sobrado. Si es el de la primera comida, lo recogerán a la cena, pero si es el de la cena, lo recogerán en la cocina para hacer algo con él para mañana. 

Buscamos con la mirada al cillerero, hay que probar ese vino moro o judío, pendiente de recibir las aguas bautismales, que atesora en el fondo de la bodega, pero es trabajo perdido, ha desaparecido misteriosamente. 


En fin, nuestra máquina del tiempo solo funciona por unas horas. Saludamos a nuestros amigos monjes que van saliendo en silencio del refectorio camino del dormitorio y nos despedimos casi con prisas para no perder el viaje de regreso al siglo XXI, pero eso sí, no sin antes dar un paseo por el claustro y la iglesia. Además, nos hemos traído algunas fotografías del viaje y un inolvidable recuerdo del monasterio de San Pedro de Villanueva. En una de ellas podemos contemplar que un monje viste un hábito plisado, otro lleva el cíngulo ancho y el tercero lo usa estrecho. Nada de extrañar, creemos recordar que el primero es el abad; el segundo es el prefecto y el tercero, un monje “raso”. Aunque la verdad, con el mareo del viaje y el vino caliente, no estamos muy seguros, pero muy bien pudiera ser que se destaque su dignidad jerárquica en el hábito.


Una cosa es segura: hay que volver al monasterio de San Pedro de Villanueva, y lo haremos tan pronto como sea posible; fuimos muy bien tratados y es de biennacidos el ser agradecidos. (1)

Antonio García Francisco.

Madrid, febrero de 2021

(1) Este texto lo escribí en septiembre de 2020 recordando la estancia de mi esposa y mía en el Parador Nacional de Cangas de Onís, el ex-monasterio benedictino de San Pedro de Villanueva, donde tuvimos la grandísima suerte de conocer a nuestra siempre bien recordada Dulce María Prida, a César Cifuentes, a Manuel Martínez, a Ignacio Bosch y a otros amigos de los que enumerar los nombres sería escribir una lista interminable.

 Evidentemente, todo es una ficción inspirada en la simpática metopa del ábside de la iglesia en la que se representa la escena cotidiana de los monjes en el refectorio. 

Bueno, no todo es fantasía. El deseo de volver a Cangas de Onís es una realidad que cumpliremos cuando las circunstancias lo permitan.

2 comentarios:

  1. ¡Qué ganas de volver a refectorio!
    Gracias por traerlo a mi imaginación con esta entrada.

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  2. Y nosotros con ganas de verte por aquí. El tiempo pasa rápido, así que tenemos una charla aplazada, y espero que sea larga.
    Un saludo y muchas gracias

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