A lo largo de estos programas,
siempre he realizado estas pequeñas introducciones apoyándome en libros,
relatos o en mi limitado conocimiento, siempre animado por esa necesidad de
saber que me lleva acompañando a lo largo de los años.
Esta vez es distinto. Y les voy a
explicar por qué.
En mis años de juventud, tuve la
suerte de poder disfrutar de muchas horas en compañía de mi padre. Su profesión
le llevaba a visitar multitud de pueblos desarrollando su actividad
profesional. Durante ese periodo de
tiempo he tenido la oportunidad de verlos desde la perspectiva de un joven
inexperto que se maravillaba con todo lo que aquellas gentes le aportaban: su
modo de vida, sus costumbres, su hospitalidad y sobre manera, la dureza de su
entorno. Siempre recordaré los cafés, o algún que otro orujo si el tiempo lo
apremiaba, y las charlas que se animaban delante de un fuego o una cocina de
leña, el olor a madera quemada todavía lo llevo dentro. Quizás fruto de esas
horas de contemplación y de escucha, me ha quedado la necesidad todavía hoy de
no rehuir las historias que nuestros mayores nos cuentan en un mundo donde la
tradición oral parece desaparecer y con ello todas las enseñanzas tan
necesarias que nos aportan.
Recuerdo con cariño las caras de aquellas
personas desconocidas, curtidas por años de duro trabajo; mujeres envueltas en
sus trajes negros, veteranas de una larga vida de sufrimiento, fatigas y
hambre, ataviadas en su luto eterno como reflejo de una vida que nada les
regaló. Recuerdo los escasos llares que tanto me llamaban la atención. Recuerdo
con cariño las comidas de los san martinos, donde siempre comían primero los
hombres, en esa extraña manera de agradecer la colaboración de los vecinos a la
hora de la matanza pero también con esa forma de ver la vida desde los ojos del
hombre. Recuerdo los días de verano donde bajo un sol abrasador llegábamos en
plena recogida de la herba; mientras unos segaban, los críos y sus madres
atropaban y así jornada tras jornada hasta que se llenaba la tenada, o no.
Estos recuerdos me proyectan a una
infancia de juegos en unos pueblos todavía llenos de vida alrededor de una
bolera.
Me llenaba de atención las
conversaciones que oía extasiado de su día a día, de la rudeza del mismo. Los
madrugones para mecer les vaques, para darles de comer, para limpiar la cuadra.
La necesidad de salir a buscar la comida para ellos sin importar el tiempo que
pudiera existir. Me viene a la cabeza aquellos montes de Ponga nevados en pleno
mes de enero, donde a duras penas podíamos llegar con el land rover Santana de matrícula
68717, sin letra, que necesitábamos poner les
cortes para poder realizar nuestro trabajo. Nieve, agua, barro. Nada
impedía que estas gentes cumplieran con su deber inculcado durante generaciones
ni a nosotros ir a arreglar aquel novedoso electrodoméstico, la lavadora, de
aquella pobre mujer que tendría que ir al río a lavar la ropa fuera el tiempo
que fuera o calentar un buen bidón de agua para no hacerlo más inhumano. No
sería la primera vez que por falta de repuestos mi padre se fuera raudo a casa
para quitárselo a la suya propia, pueden ustedes imaginarse las lindezas que mi
madre le solía decir….
El mundo rural siempre me ha
aparecido en mi mente ya que en él me crie. Durante estas últimas décadas, la
población ha disminuido de manera alarmante y las explotaciones agrarias y
ganaderas son un espejismo de las que fueron. Miles de ellas sólo perduran en
las memorias de los más viejos y otras muchas olvidadas ya lo están.
Tenemos el deber moral de intentar
frenar la caída preocupante de despoblación de nuestro medio rural y para ello,
para hacernos ver el futuro, espero que prometedor de las mismas, hoy
charlaremos con Jaime Izquierdo.
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